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RAMIRO SANCHEZ NAVARRO

Historia del toro bravo,color barroso

Historia del toro bravo,color barroso

Por:Florencio Llaja Portal 

     Recuerdo, una vez tuve unas conversaciones con el señor José Gil Villanueva para que me vendiera algunas cabezas de ganado vacuno, en su fundo “El Nochapio”, quedando para una fecha fija y sin permitir tregua alguna, en la fecha señalada, me conducí a su domicilio en Chilcahuayco. Llegué por la tarde. Me quedé en su casa. Fui bien atendido. Llegó la noche. En esas alturas el frío es intenso. Pero nada me fue extraño. Para dormir me protegieron buenos colchones de pura piel de carnero, colocados en forma yuxtapuesta, mil veces mejor que “comodoy”. De igual manera las frazadas, unas sobre otras, mas complicadas que una biblioteca, de manera que el frío desapareció y se alejó por tras las montañas de “Cumullca”.

 Por la mañana bien temprano yo me puse de pie, demostrando un semblante varonil. Aunque los dueños de casa insistieron, que no me levantara todavía, que era muy temprano, yo les contestaba con toda broma. En fin, ya la señora Tomasa Rivera junto a su fogón, preparaba el desayuno, Ardían las llamas que producían las leñas de paja hualte, moduladamente trenzadas a mano y secadas con el rigor del templado sol.

 A medida que aprovechábamos el sabroso desayuno, de ricas papitas nuevas sancochadas, con sus cascaritas reventadas en forma de un capullo de rosas, abiertas de par en par y nos íbamos tomando un caldazo de carne de res, bien gorda, al cual se agregaba las hojitas de cebolla, ruda, paico, perejil bien molido, más su ajicito...

 Por otro lado, ya estaba preparando el buen fiambre: un charqui de carne, hecho picadillo, bien doradito en pura grasa de vacuno. Al momento de la partida al potrero, yo me encargué de echar al hombre una buena lapilla, asegurado en precioso mantel; lo puse en mi alforjita de viaje, más ni “laciadera” enrollada. Nos despedimos de la señora Tomasa. Don José tomó la delantera. Toda la travesía hasta llegar a la rinconera de Auchán la marcha fue normal, pero al principiar el alpinismo, la subida, hacia la fila de Nochapio, este ganadero comenzó a correr una maratón; yo pensé que lo hacía de broma; bueno, yo tenía que seguirlo. Al cabo de una larga distancia volteó la mirada para verme donde me encontraba y como yo estaba aún distante, él se sentó para dar unas cuantas chacchadas de coca, que guardaba en una guayaquita de lana de oveja y lo llevaba bien asegurada en el brazo izquierdo.

Cuando yo llegué a su lado, me di cuenta que él había corrido a propósito. Después de unos cinco minutos de descanso, se levantó y me dijo: ¡Vamos! Comenzó nuevamente a correr, a velocidad y así, a este paso, tuve que seguir la jornada del viaje. De trecho en trecho volteaba la mirada  para ver si yo me retrasaba. Entonces pude advertir cómo el sudor ya se dejaba notar en él y por su rostro se deslizaba, secándolo pronto con una esquina de su poncho, el cual cubría su cuerpo. Se sentaba un breve tiempo para chacchar. Yo, desesperado, también me sentaba ha descansar, porque la respiración me faltaba. Me sentía todo cansado, pero jamás podía sentir un solo grado de calor, pues el aire allí es muy duro y frío para alguien nuevo, que se atreve a cruzar esas alturas, siendo asimismo sumamente complicado.

 Después de tanto sacrificio para mí, al fin llegamos a la cumbre. Sonriente, el ganadero me admiró y me aseguró que yo era el único que pude seguirlo en esa escalinata, en esa clase de caminata. Otros compradores de ganado habían fracasado.

 Caminando jadeantes y sudorosos coronamos la altura y luego comenzamos a bajar una entrada llana y pantanosa, rodeada de una cadena de montañas, sereñas, embiestas y rocallosas, las que dan origen a muchas quebradas. Por algunas de ellas, se deslizaban corrientes de aguas puras y cristalinas. Todo este sector lo encontramos cubierto de neblina, la cual se desplazaba empujada por los vientos iracundos de la jalca, que rompían igualmente las nubes en capullos. Cuando esta fuerza del aire chocaba entre las rocas producía sonidos estruendosos, más potentes que los mugidos de un conjunto de toros rivales, que se acometen.

 Cuando llegamos a la pampa nos sentamos a descansar y comer el fiambre. En esos instantes don José Gil sacó su largavista para ubicar su ganado, el cual reconoció cerca de laguna verde. Me pidió que me quedara donde estaba, descansando, mientras él se fue con su perro a bajar el ganado.

 Después de descansar un momento, me levanté y me dirigí a una alturita para observarla como eran esos terrenos. Cuando retorné hacia donde me encontraba, me di con la sorpresa de que un famosos toro bravo me esperaba. Era el rey de ese potrero. Estaba echado frente a mí. En cuanto me vió se levantó con un nasal mugido. Dio dos rascadas al terreno y embaló hacia mí. Yo que estaba con mi poncho en el hombro, con toda agilidad lo convertí en capa y me puse a torearlo. El toro pasó como un relámpago por mi lado, dejando a su paso una fuerte regada de aire que azotó todo mi cuerpo. Su irrefrenable velocidad lo llevó hasta  un puquial, donde el toro bravo se hundió hasta las costillas, pero desde allí con su furiosa mirada parecía devorarme. Aquel manantial  fue mi providencial aliado y aunque el astado animal hubiera querido matarme, con su maldad a cuestas estaba aprisionado allí hasta la muerte.

 Mi ponchito, que me sirviera de capa, era nuevo y estaba bien perchadito y riveteado a mí agrado. Pensé que el toro con el asta lo había roto, o que se hubiera llevado alguna franja, pero felizmente estaba conforme, perfecto. También observé cuidadosamente mis costillas y me di cuenta que todas estaban ilesas y perfectamente en su lugar. Créanme, amigos lectores, que yo también era ganadero como don José Gil pero nunca fue capaz de torear ni siquiera un becerro. En esta oportunidad me hice torero para salvaguardar mi vida.

 Dios me favoreció. Cuando llegó a mi lado don José Gil, que había presenciado aquel peligro, me felicitó muy de verdad y me dijo con sinceridad que podía llegar a ser un torero de gran prestigio. Me confesó que él lo había observado todo, como digo, inclusive me había llamado avisándome que allí estaba el toro bravo, pero yo no había escuchado sus advertencias por la fuerza del viento. Don José Gil fue a su domicilio y retornó con su escopeta. Le dio un tiro de gracia y el toro acabó con sus padecimientos. “Ahí quédate! Tantos hay para tu reemplazo.... – exclamó don José Gil mientras se alejaba con el arma asido y dejando en el puquial al toro muerto. Luego nos pusimos a separar el ganado que me había vendido, con los que emprendimos el retorno. Cuando estábamos a media subida volvimos la mirada y vimos que un sin número de rapaces buitres y gallinazos daban buena cuenta del toro.

 Confieso que para mí ese momento inesperado fue un profundo espasmo, pero pasado el peligro, y al recordarlo en otros instantes de mi vida es un jolgorio. Aun sigo recordando cómo miraba el toro, cómo revisaba mi ponchito y cómo palpaba mis costillas... pues son actos imprevistos de la vida. Al recordar estos trances que me parecen fantásticos y lúgubres de mi pasado me ocasionan tanta alegría, semejantes a ciertas gotas de rocío cuando caen en un desierto o bien cuando caen sobre los pétalos adorables de una flor moribunda para hacerlo revivir y prolongar su vida. Así fue la historia del toro bravo, color barroso.

 

Lima, 1° de mayo de 1999

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